jueves, 16 de febrero de 2012

Recuerdo (RPI)

Y en medio de la puesta de las Casas de "Un Rey para Inglaterra", se nos ha dejado caer otro recuerdo.

Como ya os dije en la anterior entrada del recuerdo de Edmond Tudor, un "Recuerdo" no es más que un fragmento de la historia que sucede en el tiempo sucedido entre partida y partida, visto a través del punto de vista de un personaje en particular (sí, incluso podría ser el vuestro). Es muy útil que estéis pendientes de ellos, siempre pueden revelar muchos datos que os pueden ser relevantes.



Como en el de los Tudor, os dejo el escudo de la Casa del personaje de este Recuerdo, para que tengáis una pista del personaje que se puede tratar.

Tras el salto, el Recuerdo. Espero que lo disfrutéis.


No podía creerlo cuando me hicieron llamar hasta la sala del trono y me dieron las noticias, no hasta que mis propios ojos vieron entrar a mi hermano Richard escoltado por los caballeros con la heráldica de los Beauchamp.

Verdaderamente lo había hecho, había abandonado el Muro, la gran fortaleza de la Marca Oeste que se alzaba en defensa de Escocia. Había dejado entrar a los salvajes en Inglaterra, vendido sus tierras... ¿Por qué? ¿Cobardía, locura? No podía comprenderlo. En mi corazón únicamente sentía la traición.

Observé a mi sobrino Warwick retorciéndose en el trono, sus dedos se cerraban fuertemente en torno al mango de la espada que se descansaba sobre su regazo. También me percaté de la manera en que la hábil mano de Anne Beauchamp tomaba la izquierda de él, antes de que empuñara verdaderamente el arma. En su otro brazo sostenía a su pequeña Isabella, que poco antes había estado a los pies de su padre, e imaginé que le susurraba tranquilizadoras palabras entre sus rizados cabellos dorados.

Me sitúe al lado de él, en la silla menor que estaba a su lado, donde normalmente tomaba asiento cuando mi esposo Ricardo se sentaba en el lugar donde ahora estaba Richard Neville. Ese era mi lugar como reina.

- Has roto tu juramento- comenzó Warwick-. Sobre ti Salisbury recaen los cargos de abandonar tus tierras y sus gentes ante los invasores escoceses, condenar a familias enteras a la muerte por arrebatarles tu protección y traerte a la totalidad de los ejércitos al sur. Has vendido tus tierras e Inglaterra a los salvajes...

- Pero el Rey me ordenó...

- El Rey me dijo que intentarías mentirme de esta forma, padre- le cortó su hijo. El tono de su voz se había congelado como el hielo.

Yo entendía cada detalle de la situación y me sentía atrapada. Ante mis ojos apareció mi antiguo hogar en Castillo Raby, ahora quemado y desolado por los salvajes. Las mujeres gritando y forzadas, sus niños muertos, los hombres desarmados destripados en el fango defendiendo a sus familias a costa de sus vidas. Pero todos ellos tenían caras conocidas para mí, rostros a los que había amado.

Y mi propio hermano Salisbury, como patriarca de los Neville, había pisoteado nuestro honor, vendido nuestra inamovible palabra que llevaba manteniéndose durante generaciones.

Pero el más desolado de todos era mi sobrino, me dí cuenta de lo atrapado que estaba. Si no empuñaba la ley en contra de su padre, aquellos miles de caballeros que habían bajado con Salisbury desde el norte se volverían en su contra, un mismísimo ejército a los puertas de Warwick formado por hombres con los que se había criado, buenos soldados a los que todos nuestros corazones apreciaban, hombres yorkistas. Y era comprensible, sus familias seguían en las tierras norteñas, desprotegidas.

- Tú perdiste el hogar de nuestros antepasados- prosiguió Warwick-, así que tendrás que marchar ante ellos a implorar clemencia... al infierno.

Los caballeros Beauchamp le prendieron y arrastraron, como criminal en el que se había convertido, causante de la muerte de cientos, de miles incluso. Le llevaron a lo largo del castillo hasta llegar al patio. Sus gritos de súplica llenaron mi alma, incluso me arrastré sin quererlo hasta los pies de mi sobrino para pedirle piedad por él, pues aún con todo lo que había pasado seguía siendo mi hermano.

Pero él me levantó y sostuvo entre sus brazos, me recordó todos aquellos hombres que estaban muriendo en el norte por su culpa.

- Por eso yo mismo debo empuñar esta espada- me susurró, y esta vez sentí su voz cargada de dolor en vez del frío que antes había mostrado-. Nadie podrá decir que dudé sobre si mi padre debía morir si yo mismo empuñé el acero que lo mató. Sólo esto podrá acallar las voces de todos los inocentes que han perecido.

No quise asomarme al patio mientras la condena se llevaba a cabo. Me quedé abrazada a Anne Beauchamp hasta que todo pasó.

Minutos después, cuando ya estaba hecho, Richard Neville desapareció en el interior de su hogar, no sin ordenar que recogieran los restos de su padre y les dieran digna sepultura. Sentí que su alma sangraba de dolor de la misma forma que la sangre de mi hermano se deslizaba por la espada que blandía.

Esa noche no obtuve descanso. Soñé con los ojos muertos de mi padre abriéndose en su tumba, cuencas vacías hacía años, y su cadáver comido por los gusanos se retorció bajo la piedra de su sepultura al sentir las pisadas de los escoceses sobre sus tierras. Su boca se abrió en un intento de exclamar un desgarrador grito que nunca llegó a escucharse y sus manos lucharon por salir de la tumba, para luchar en contra de los salvajes, sin éxito.

Al amanecer, todos nos levantamos al escuchar el sonido de los cuernos de guerra. Durante unos segundos temí de un posible ataque o revuelta, pero no fue así.

- Organizad a los ejércitos- ordenó Richard Neville en el patio de armas-, marchamos a Durham.

Nadie dudó de su palabra, él era ahora el patriarca de los Neville, la mano derecha del rey Ricardo. En sus manos se encontraban los ejércitos de Durham, Middleham, Raby, Salisbury, Warwick y Westmorland, el poder unido de los Beauchamp y Neville. Los gritos de los hombres estallaron a su alrededor y le rodearon, reconociéndole como su campeón y señor.

Muy posiblemente, en las manos de mi sobrino descansaba el mayor ejército de Inglaterra. Y me enorgullecí de llamarme a mí misma Neville y ver marchar a aquellos hombres, los norteños, los soldados mejor preparados del reino de vuelta a casa.

Cuando la hueste cruzó los campos contemplé los estandartes con los emblemas blancos, la cruz de los Neville y la rosa de los York. Recé a Dios Todopoderoso para que nos los devolviera a todos sanos y salvos.


Recuerdos de Cecilia Neville, reina de Inglaterra.

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