jueves, 19 de enero de 2012

Recuerdo (RpI)

Para seguir dando ganas con esta nueva partida de la Guerra de las Rosas que se acerca cada día un poco más, ha llegado el primeros de los recuerdos de "Un Rey para Inglaterra".

Como supongo que algunos de vosotros no sabréis a lo que se denomina "Recuerdo" para las partidas de Mirvar, pues os explico un poco. Un Recuerdo no es más que un fragmento de la historia que sucede en el tiempo sucedido entre partida y partida, un buen retazo de ambientación que se muestra a través del punto de vista de un personaje en particular (sí, incluso podría ser el vuestro). Es muy útil que estéis pendientes de ellos, siempre pueden revelar muchos datos que os pueden ser relevantes.



Como pista os dejo esta imagen, el escudo de la Casa del personaje al que pertenece este Recuerdo. ¿Ya os podéis imaginar quién es?

Tras el salto, el Recuerdo. Espero que lo disfrutéis.


Cada miembro de las familias leales al rey Lancaster había sido invitado al acontecimiento, desde los norteños Percy, cuya ausencia se había sabido con antelación, hasta la propia reina Margarita y los Beaufort.

Me encontraba colmado de felicidad y rodeado por los míos. Habían pasado los días en los que no poseíamos nada, esas noches en las que teníamos temor por lo que podría suceder al día siguiente, desconocedores de nuestro destino y llamados bastardos. Ahora, cuando el sol se alzaba me situaba sobre el trono de Londres y dirigía el destino de Inglaterra, tal como el Gran Consejo había decidido meses atrás.

John se ocupaba de recibir a cada uno de los señores y señalarles el lugar que se les había asignado en la celebración. Aquella acción daba a entender el lugar que los De la Pole ocupaban en la Corte de Londres, la mano derecha de los Tudor. Para mí era mucho más que eso, aquel hombre era mi amigo y hermano, aunque ni una sola gota de sangre común corriera por nuestras venas.

Mi padre y Jasper se mantenían junto a mí, testigos del milagro que Margarita sostenía entre sus brazos, nuestro hijo, y que nos había reunido a todos allí para su bautizo. Aún no podía creerme que esa pequeña y dulce criatura fuera mi hijo, pero podía ver mis ojos en los suyos. Era padre.

Aquel niño no sólo representaba el amor que sentía por mi esposa, era otra firme esperanza de la supervivencia de la sangre Lancaster, una criatura que se convertiría en un hombre fuerte y sano, no tenía ninguna duda de ello.

Y mi corazón sintió la alegría de tener a mi familia de nuevo reunida. Había ordenado que mi padre fuera liberado de prisión, tras años de cárcel indiscriminada por el hecho de haber amado a su esposa. Un leve pesar aún anidaba por el asesinato de Owen, mi pobre hermano que había sido encontrado muerto durante el Gran Consejo. Sentía que había fallado la promesa que le había hecho a mi madre muchos años atrás. “Protege a tus hermanos. Reclamad vuestros derechos, hijo mío”, me había dicho. Lo había hecho lo mejor que había podido, al menos habíamos recibido el lugar que nos correspondía.

Westminster había sido preparada con esmero para el momento en que el pequeño recibiera el sagrado sacramento. El arzobispo Thomas Bourchier se había encargado de que todo estuviera preparado para el día, aunque no podía sentirme extraño al no ver una sola rosa blanca en la iglesia.

Frente a nosotros fueron tomando asientos las Grandes Casas del reino. Lugares especiales habían sido reservados para la familia de Margarita, los Beaufort, con los que la Reina no había dudado en tomar asiento. Justo detrás de ellos, me había encargado que se situara la Casa Mowbray, pues los consejos del Duque de Norfolk se habían convertido en imprescindibles para el gobierno de Inglaterra. No existía en Inglaterra un señor que fuera más noble y justo que aquel hombre, de eso estaba seguro.

Los Butler, aquellos que mantenían a flote la irlanda lancasteriana, enfrentados frente a los vasallos que York tenía en la isla, fieles hombres que habían servido hacía décadas a los desaparecidos Mortimer, se sentaron justo detrás de los Mowbray. Junto a ellos se hallaban Jacquetta de Luxemburgo y algunos de sus hijos Woodville, más los pocos Stafford que habían acudido. Yo sabía que Buckingham y Exeter se hallaban en el norte, luchando contra los ejércitos yorkistas en nombre del Rey.

Pero por mucho que habíamos intentado llenar el lugar ni mucho menos lo habíamos logrado. Las grandes ausencias se hacían notables y presentes, primero por la desaparición de las rosas blancas que siempre se colocaban en las celebraciones, menos que rojas, pero las suficientes para calmar el orgullo de los York. En aquella ocasión no había ninguna dentro de los muros de Westminster.

Ningún miembro de la Casa de York había sido invitado al bautizo, de la misma forma que sus aliados Neville. ¿Y qué otra cosa podría haber hecho cuando Ricardo Plantagenet se había hecho coronar rey de Inglaterra? Miedo era lo que había sentido cuando mi hermano Enrique había asistido a la boda de Ana de York, sólo y sin protección en medio de todos los señores yorkistas, pero gracias a Dios había regresado a Londres sano y salvo. Por supuesto, no se nos escapó el detalle de que había “perdido” su corona en Warwick.

Entonces decidí que esos momentos en los que el Rey podía pasearse libremente habían terminado. Ni siquiera era capaz de mantener su propia seguridad, esa locura que llenaba su mente le convertía en poco más que un inválido. Y cómo me dolían los pocos momentos de lucidez que mi hermano tenía, lo destructor que era contemplarlo un segundo dándome claras instrucciones sobre el reino o preguntándome por su hijo, el príncipe Eduardo, para pasar segundos después a que no supiera decir quien era yo, su esposa o él mismo. Ni siquiera reconocía el nombre de Inglaterra, la patria a la que amaba incondicionalmente, más que a cualquier otra cosa.

La decisión de que el Rey tuviera que mantenerse encerrado y protegido en la Torre fue dura de tomar, pero incluso Norfolk dijo que pocas otras eras mis alternativas para mantenerle a salvo.

York y sus aliados se habían convertido en traidores al Rey, y por tanto a Inglaterra. Pero no, no podía culpar a los vasallos de seguir a su señor a la guerra, cuando yo hacía lo mismo que ellos con mi hermano Enrique.

Los minutos pasaron, los señores estaban todos en sus puestos.

¿Dónde estaba Woodville?, era la pregunta que no podía parar de repetirme. Tenía que haber llegado hacía casi una hora con el Rey, todos los invitados lo sabían y se encontraban espectantes. No dudé ni por un instante que los ojos inquisidores de Margarita de Anjou estaban posados sobre mí, pero intenté guardar la calma. Sabía que Enrique estaba a salvo en la Torre, protegido por las hábiles manos de Richard Woodville, ahora convertido en el Defensor del Rey y duque de Bedford.

En ese momento apareció Woodville. Su aspecto era desastroso, llegaba sudoroso por la carrera a caballo, su cara estaba pálida y su expresión era muerta.

- El Rey... un asesino- Woodville casi no podía reaccionar, sus rodillas se doblaron y cayó al suelo.

No, no podía ser. No podía estar muerto. Eso no, no, no...

Le alcé del suele y ordené que contara todo. En esos segundos en los que escuchaba sus explicaciones sentí unos deseos irrefrenables de gritar, de desenvainar la espada para castigar a aquel hombre que había fallado en su real cometido, de caer de rodillas contra el suelo y solamente llorar de pena ante el pensamiento de que él estaba muerto. Pero no moví un sólo músculo, ni siquiera mis labios se abrieron. Permanecí inmóvil como una estatua y mi rostro no desveló emoción alguna.

- Fue un milagro. Todos pensábamos que estaba muerto, que el asesino le clavaría el puñal en la espalda. Pero, sin ninguna razón aparente, el Rey se movió velozmente a un lado. Está a salvo. Prendimos al hombre justo después.

El alivio que sentimos todos los asistentes en ese momento terminó rápido.

- Exijo que mi marido me sea entregado ahora mismo- ordenó Margarita de Anjou.

El sonido del acero desenvainándose fue lo siguiente que se escuchó. Me encontré rodeado y protegido por los míos y los Stafford, de la misma forma que la Reina se hallaba entre sus fieles Beaufort y los Butler. Las espadas se alzaron entre lancasterianos por primera vez, mientras Thomas Bourchier exigía que no se empuñaran armas en la morada de Dios. Nadie le escuchó.

- ¿Quién es el maldito regente de este reino?- grité-. Es mi deber mantener al Rey a salvo y decidir en qué manos debe estar. Guardad el acero, ¡todos!

- Señores- sonó la voz de John de Mowbray, que se hallaba en el medio de todos sin siquiera haber desenvainado su arma-, obedeced al Lord Protector.

Gracias a Dios, bajaron las espadas.

- Edmond- reconocí la voz de mi mujer en medio de todas las que se alzaban en el lugar sagrado. El hecho de sólo oírla mencionar mi nombre me tranquilizó-, marcha junto al Rey. Yo me encargaré de todo.

Me retiré en búsqueda del Rey, seguido por Richard Woodville y los hombres que este había traído con él. Justo antes de salir de la Abadía, mi vista se volvió atrás para echar una última mirada. Esta vez no iba dirigida a ninguno de los señores allí reunidos, simplemente a un bebé recién nacido, Enrique. Cada día de mi vida lamentaría no haber visto el instante en que el arzobispo le entregaba su nombre.

Los días se sucedieron con las disputas y acusaciones entre los miembros de las familias lancasterianas. Nunca volveríamos al estado en el que habíamos vivido antes de aquel aciago acontecimiento.


Recuerdos de Edmond Tudor, Lord Protector de Inglaterra.

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